lunes, 14 de octubre de 2013

Cuentos orientales








Hace ya algún tiempo que no pongo en el blog cuentos, y hoy me parecía un día perfecto; no sé si es mi estado de ánimo pues estoy un poco metida en mí misma, necesito escucharme, saber qué quiero a veces, en una palabra, encontrarme, así que quizás con la lectura pueda aclarar un poco mi mente. Sólo espero que os sirva también a ustedes o, al menos los disfrutéis.






El árbol que no sabía quién era


Había una vez en un lugar que podría ser cualquier lugar, y en un tiempo que podría ser cualquier tiempo, un jardín esplendoroso con árboles de todo tipo: manzanos, perales, naranjos, grandes rosales,... Todo era alegría en el jardín y todos estaban muy satisfechos y felices. Excepto un árbol que se sentía profundamente triste. Tenía un problema: no daba frutos.
-No sé quién soy... -se lamentaba-.
-Te falta concentración... -le decía el manzano- Si realmente lo intentas podrás dar unas manzanas buenísimas... ¿Ves qué fácil es? Mira mis ramas...
-No le escuches. -exigía el rosal- Es más fácil dar rosas. ¡¡Mira qué bonitas son!!
Desesperado, el árbol intentaba todo lo que le sugerían. Pero como no conseguía ser como los demás, cada vez se sentía más frustrado.





Un día llegó hasta el jardín un búho, la más sabia de las aves. Al ver la desesperación del árbol exclamó:
-No te preocupes. Tu problema no es tan grave... Tu problema es el mismo que el de muchísimos seres sobre la Tierra. No dediques tu vida a ser como los demás quieren que seas. Sé tú mismo. Conócete a ti mismo tal como eres. Para conseguir esto, escucha tu voz interior...
¿Mi voz interior?... ¿Ser yo mismo?... ¿Conocerme?... -se preguntaba el árbol angustiado y desesperado-. Después de un tiempo de desconcierto y confusión se puso a meditar sobre estos conceptos.





 
 Finalmente un día llegó a comprender. Cerró los ojos y los oídos, abrió el corazón, y pudo escuchar su voz interior susurrándole:
"Tú nunca en la vida darás manzanas porque no eres un manzano. Tampoco florecerás cada primavera porque no eres un rosal. Tú eres un roble. Tu destino es crecer grande y majestuoso, dar nido a las aves, sombra a los viajeros, y belleza al paisaje. Esto es quien eres. ¡Sé quien eres!, ¡sé quien eres!..."

Poco a poco el árbol se fue sintiendo cada vez más fuerte y seguro de sí mismo. Se dispuso a ser lo que en el fondo era. Pronto ocupó su espacio y fue admirado y respetado por todos.
Solo entonces el jardín fue completamente feliz. Cada cual celebrándose a sí mismo.






El anciano


Un hombre de avanzada edad llamó a la puerta de un monasterio.
Aunque era analfabeto y muy ignorante, vibraba en él el deseo de
purificarse y encontrar la libertad interior.

Solicitó humildemente que le aceptasen como novicio, pero los monjes
y el abad del monasterio se dieron cuenta de que era analfabeto y de
muy corto entendimiento intelectual. Le consideraron totalmente
incapacitado para leer los sermones de Buda, recitar mantras o poder
efectuar las ceremonias sagradas. Pero contemplaban en el anciano
mucha motivación espiritual y un ardiente deseo por perfeccionarse.


 




 ¿Qué hacer, pues? No podía llevar a cabo ningún tipo de estudios, no
entendería la esencia de los métodos meditacionales y ni siquiera
comprendería el sentido de los rituales. ¿Qué hacer entonces?
El abad y los monjes hablaron sobre el tema unos minutos y
decidieron permitir al hombre que se quedara en el monasterio. Pero,
aunque fuere porque no se sintiera humillado, alguna ocupación había
que asignarle. Le dieron una escoba y le dijeron que se encargara de
mantener limpio el jardín del monasterio.

  


 

 Fueron transcurriendo los meses y los años. El anciano se aplicaba con
minuciosidad y esmero en su sencilla tarea. Poco a poco los lamas
comenzaron a percibir cambios en la actitud del barrendero. ¡Se le
veía tan sosegado, contento y equilibrado! De todo él emanaba una
atmósfera de paz infinita y contagiosa. Los monjes comenzaron a
darse cuenta de que el anciano había ido consiguiendo un notable y
evidente avance espiritual, un gran progreso anímico. Siempre era
afectivo, nunca se inmutaba y era ecuánime en las palabras. Los
monjes, extrañados, decidieron preguntar al barrendero qué prácticas
o métodos especiales había desarrollado para conseguir un estado de
mente tan lúcido, estable y ecuánime. El anciano dijo:




- No, amigos, no he hecho nada especial, podéis creerme.
Diariamente, con mucha atención, me he dedicado a limpiar el
jardín. He puesto, eso sí, mucho esmero y amor cada vez que
barría las hojas, y cada vez que barría la basura y limpiaba el
jardín pensaba que estaba barriendo la basura de mi corazón y
limpiando mi espíritu. La verdad es que así, día a día, me he ido
sintiendo más sosegado, contento y lucido.

Y es que hace más el que quiere que el que puede.